Elzbieta Towarnicka, Antoni Wit: Tu viendras
Zbigniew Preisner
El Lugar
Una ambulancia, el choque había sido muy fuerte y sin señales desde adentro, solo había ansiedad.
Mientras la policía y bomberos trabajaban, los curiosos competían narrando distintas versiones.
Lograron destrabar la chapa y salió tosiendo hasta la vereda,
el médico asombrado corrió a atenderla,
no era lógico alguien ileso en semejante escenario.
el médico asombrado corrió a atenderla,
no era lógico alguien ileso en semejante escenario.
Estaba dicho, la atmósfera de humo gris contenía el milagro de su nombre,
fue uno de esos sustos que lleva a redescubrir la felicidad de las cosas simples.
Más tarde, en casa, se sentó a la mesa familiar, cenó, y entre caricias y rezos se entregó a Morfeo.
Finalmente se decidió, fue a la estación y sacó el boleto.
Ya en el barrio, dando la vuelta manzana ve algunas casas pintadas de otro color,
siente el aroma de la fruta fresca de la feria, cuando, al llegar a esa cuadra entrañable,
lo ve pasar caminando. ¿Lo ve pasar?
Observa que aún lleva ese signo, esa delgadez que mostraba
a los varones de la época como a un Dios altivo.
Lo pierde en la esquina, entonces apura el paso para verlo más de cerca.
Era la casa de altos, en Flores,
utopía sin pausa
en manos que surcaron mares hasta el Big Bang,
del nuevo cielo ella es el Angel,
cobija al mundo sin claudicar.
De vuelta al lugar del vals, allí donde las cosas simples,
la esperará siempre esa risa que sorprende
su mirada trae al presente aquello que quiera ver,
siempre por la tarde, más precisamente,
con el runrún del tren.
Sábado de sol
Nos ciega. Sonrisas ciertas
yendo volviendo de lo irreal
cuando es mía la ilusión
tuyo el entusiasmo
melodía bajo de sol
La luz ciega los días
salimos a caminar, sin saber
sin mirarnos a los ojos
sin percibir que el sueño oculta una sensación
¿Qué harás cuando estes muerto?
Jugar con las palabras, respondí
Entonces me quedaré sentado
jugando con palabras
sabiendo que ese día oculto
llegarán tus manos,
mirarnos a los ojos,
balada bajo el sol
sonriendo, sin saber
Nos ciega. Sonrisas ciertas
yendo volviendo de lo irreal
cuando es mía la ilusión
tuyo el entusiasmo
melodía bajo de sol
La luz ciega los días
salimos a caminar, sin saber
sin mirarnos a los ojos
sin percibir que el sueño oculta una sensación
¿Qué harás cuando estes muerto?
Jugar con las palabras, respondí
Entonces me quedaré sentado
jugando con palabras
sabiendo que ese día oculto
llegarán tus manos,
mirarnos a los ojos,
balada bajo el sol
sonriendo, sin saber
Rojo
Súbito ardor al crepúsculo
siento murmurar la ausencia
sangre densa, rojo lento
¿acaso el fulgor del alba?
Fría mueca día agrietado
¡Ay, mortal de aura despojado!
cómo hallar mi bulevar añoso
en tan purpúreo confín
Sangre a mis labios,
un planeo de alas blancas
al suspiro trae savia
sin palabra un estertor
Fuego lento desvanece,
una pluma es el augurio
día agrietado, deambulo,
ave blanca que se va
Súbito ardor al crepúsculo
siento murmurar la ausencia
sangre densa, rojo lento
¿acaso el fulgor del alba?
Fría mueca día agrietado
¡Ay, mortal de aura despojado!
cómo hallar mi bulevar añoso
en tan purpúreo confín
Sangre a mis labios,
un planeo de alas blancas
al suspiro trae savia
sin palabra un estertor
Fuego lento desvanece,
una pluma es el augurio
día agrietado, deambulo,
ave blanca que se va
Plastificado sea tu nombre, de Pablo Baico
La mujer sentada del lado de la ventanilla reza el rosario por un celular.
Del otro lado de la línea, Dios coloca una frutilla sola en una vereda.
El edificio antisísmico oscila cuarenta y ocho milímetros mientras el sol
casi se hunde en la línea del horizonte, y dentro del pecho de la chica
la respiración se entrecorta al ver la foto.
Sálvame, seas quien seas, piensan en el fondo del pozo.
La bandera no acaba nunca de ondear y él empieza a bajar de la montaña.
"Luego de finalizar el Salve, oprima la tecla numeral para salir y enviar,
u oprima la tecla asterisco al fin de cualquier Padrenuestro para salir sin enviar".
Colgando del árbol de la vida, movida por la corriente del río debajo,
la túnica a medio rasgar medita en flores por nacer para el día siguiente.
Hunde las monedas en la ranura
y su ansiedad estira las manos hacia el vaso blanco de café;
lo mira como si por dentro lo recorriera el último milagro de la humanidad.
Sálvame, aunque me lleve el pozo por alma, piensan sentados en la sala de espera,
mientras la secretaria azul le marca el bajorrelieve rojo de su futuro al ajedrecista que sonríe.
La pisada, a cuarenta y ocho milímetros de la frutilla sola en la vereda se finge apurada,
pero sus bolsillos no flamean por el peso y él apenas piensa en llegar peinado al ascensor.
Dientes. Muchos dientes. Hay miles de dientes humanos en ese pozo desenterrado
y la mirada de ella semeja la transfiguración de una virgen,
pero su compañera sólo medita en hacer un chiste sobre un odontólogo psicópata
y apaga la linterna de su casco, dejando a oscuras la tapa de la Biblia que comienza
a quemarse en silencio.
La bandera se detiene y el sexo del viento frota su mástil,
pero él calcula mal la piedra y quiere evitarle a sus oídos el sonido del hueso roto.
La sala de espera se vacía y el ajedrecista ya no sonríe pero,
con sus dedos manchados del futuro rojo de la secretaria,
saca una tarjeta personal de su bolsillo que no flamea por el peso.
Alcanza a ver su rostro reflejado en los cristales de cada ojo de ella.
Está despeinado.
"El número solicitado está fuera del área de cobertura". Del otro lado de la línea,
la túnica rasgada florece en frutillas de septiembre y el árbol de la vida tararea
una de Elvis sin saberse la letra del todo.
Apura el último trago de café y mira el fondo del vaso blanco: la borra delinea
la forma del edificio antisísmico cuarenta y ocho minutos antes del derrumbe.
Pero la chica aprieta la foto ahora contra su pecho bañado en arritmia
y él deja el vaso en el cesto de basura de la estación.
Llenan el balde con dientes, muchos dientes, todos dientes humanos,
y su compañera imagina un cine con un balde de pochoclos en su falda,
mientras en la oscuridad de la sala la Biblia sigue ardiendo en el fondo.
La bandera reza, plegada al mástil, un hastío de nieves eternas,
pero él sabe que eso blanco que sobresale de su pierna es el fémur
y que ya no saldrá más de allí.
"Sálvame, lo quieras o no", dice la tarjeta del ajedrecista
y la secretaria siente derretirse todos los cristales del pasado.
Odia la sala de espera vacía como odia el sonido del torno del odontólogo
erizándole el vello de la nuca cuando está en ayunas.
"El número solicitado no corresponde a un abonado en servicio".
La mujer se levanta, olvida la ventanilla y toca el timbre para bajar.
Dios guarda la túnica ya deshilachada.
Apaga el árbol de la vida sonriéndole a la última luciérnaga.
Vacía el balde de dientes y guarda el río adentro.
En la Biblia, ya el Apocalipsis se está quemando.
La mujer sentada del lado de la ventanilla reza el rosario por un celular.
Del otro lado de la línea, Dios coloca una frutilla sola en una vereda.
El edificio antisísmico oscila cuarenta y ocho milímetros mientras el sol
casi se hunde en la línea del horizonte, y dentro del pecho de la chica
la respiración se entrecorta al ver la foto.
Sálvame, seas quien seas, piensan en el fondo del pozo.
La bandera no acaba nunca de ondear y él empieza a bajar de la montaña.
"Luego de finalizar el Salve, oprima la tecla numeral para salir y enviar,
u oprima la tecla asterisco al fin de cualquier Padrenuestro para salir sin enviar".
Colgando del árbol de la vida, movida por la corriente del río debajo,
la túnica a medio rasgar medita en flores por nacer para el día siguiente.
Hunde las monedas en la ranura
y su ansiedad estira las manos hacia el vaso blanco de café;
lo mira como si por dentro lo recorriera el último milagro de la humanidad.
Sálvame, aunque me lleve el pozo por alma, piensan sentados en la sala de espera,
mientras la secretaria azul le marca el bajorrelieve rojo de su futuro al ajedrecista que sonríe.
La pisada, a cuarenta y ocho milímetros de la frutilla sola en la vereda se finge apurada,
pero sus bolsillos no flamean por el peso y él apenas piensa en llegar peinado al ascensor.
Dientes. Muchos dientes. Hay miles de dientes humanos en ese pozo desenterrado
y la mirada de ella semeja la transfiguración de una virgen,
pero su compañera sólo medita en hacer un chiste sobre un odontólogo psicópata
y apaga la linterna de su casco, dejando a oscuras la tapa de la Biblia que comienza
a quemarse en silencio.
La bandera se detiene y el sexo del viento frota su mástil,
pero él calcula mal la piedra y quiere evitarle a sus oídos el sonido del hueso roto.
La sala de espera se vacía y el ajedrecista ya no sonríe pero,
con sus dedos manchados del futuro rojo de la secretaria,
saca una tarjeta personal de su bolsillo que no flamea por el peso.
Alcanza a ver su rostro reflejado en los cristales de cada ojo de ella.
Está despeinado.
"El número solicitado está fuera del área de cobertura". Del otro lado de la línea,
la túnica rasgada florece en frutillas de septiembre y el árbol de la vida tararea
una de Elvis sin saberse la letra del todo.
Apura el último trago de café y mira el fondo del vaso blanco: la borra delinea
la forma del edificio antisísmico cuarenta y ocho minutos antes del derrumbe.
Pero la chica aprieta la foto ahora contra su pecho bañado en arritmia
y él deja el vaso en el cesto de basura de la estación.
Llenan el balde con dientes, muchos dientes, todos dientes humanos,
y su compañera imagina un cine con un balde de pochoclos en su falda,
mientras en la oscuridad de la sala la Biblia sigue ardiendo en el fondo.
La bandera reza, plegada al mástil, un hastío de nieves eternas,
pero él sabe que eso blanco que sobresale de su pierna es el fémur
y que ya no saldrá más de allí.
"Sálvame, lo quieras o no", dice la tarjeta del ajedrecista
y la secretaria siente derretirse todos los cristales del pasado.
Odia la sala de espera vacía como odia el sonido del torno del odontólogo
erizándole el vello de la nuca cuando está en ayunas.
"El número solicitado no corresponde a un abonado en servicio".
La mujer se levanta, olvida la ventanilla y toca el timbre para bajar.
Dios guarda la túnica ya deshilachada.
Apaga el árbol de la vida sonriéndole a la última luciérnaga.
Vacía el balde de dientes y guarda el río adentro.
En la Biblia, ya el Apocalipsis se está quemando.
Oliverio Girondo (Fragmento), de Ramon Gómez de la Serna
Una noche, antes de abandonar París, en la terraza del "Napolitano", un señor,
despues de observarlo se le presenta como director artístico de la "Paramount"
y le ofrece el papel de protagonista en un film que habría de desarrollarse en Sierra Morena,
en el que tendría que encarnar a un "contrabandista-violinista", pero Oliverio,
aunque algo perturbado, declina el ofrecimiento con la misma sonrisa
con que ha renunciado a tantas cosas representativas en su vida,
como la secretaría de la embajada en Washington o el nombramiento de académico.
Al pasar por Norteamérica, en su viaje de vuelta,
los niños norteamericanos le preguntaban señalándole la barba:
"¿Pero por qué es usted tan sucio?".
En Buenos Aires su barba es triunfal, gauchesca y flamante
aunque una tarde en una cancha de futbol veinte mil almas comenzaron a gritar:
"¡Chivo! ¡Chivo!", venciéndolas Oliverio con su sonrisa estoica.
En mi primer viaje a Buenos Aires el año 31
recorro con él la ciudad y me doy cuenta de sus misterios,
comprendiendo cómo Oliverio me había anticipado en España,
como legítimo cabecilla literario, la verdad argentina,
dándonos a los españoles la sensación de un país paralelo a la España nueva,
en idéntica lucha por las nuevas formas y los nuevos ritmos.
Por cierto que una noche en el Paseo de Julio despues de un banquete conmemorativo,
Oliverio entra en una de aquellas barberías de dos sillones
y sentándose en uno de ellos dice al barbero:
"¡Pronto, aféiteme la barba!".
Nunca he visto más consternado a un fígaro, pero tampoco lo he visto más digno,
pues se negó a afeitarle y para no ser incorrecto le dijo:
"Si persiste en la idea vuelva mañana".
Una noche, antes de abandonar París, en la terraza del "Napolitano", un señor,
despues de observarlo se le presenta como director artístico de la "Paramount"
y le ofrece el papel de protagonista en un film que habría de desarrollarse en Sierra Morena,
en el que tendría que encarnar a un "contrabandista-violinista", pero Oliverio,
aunque algo perturbado, declina el ofrecimiento con la misma sonrisa
con que ha renunciado a tantas cosas representativas en su vida,
como la secretaría de la embajada en Washington o el nombramiento de académico.
Al pasar por Norteamérica, en su viaje de vuelta,
los niños norteamericanos le preguntaban señalándole la barba:
"¿Pero por qué es usted tan sucio?".
En Buenos Aires su barba es triunfal, gauchesca y flamante
aunque una tarde en una cancha de futbol veinte mil almas comenzaron a gritar:
"¡Chivo! ¡Chivo!", venciéndolas Oliverio con su sonrisa estoica.
En mi primer viaje a Buenos Aires el año 31
recorro con él la ciudad y me doy cuenta de sus misterios,
comprendiendo cómo Oliverio me había anticipado en España,
como legítimo cabecilla literario, la verdad argentina,
dándonos a los españoles la sensación de un país paralelo a la España nueva,
en idéntica lucha por las nuevas formas y los nuevos ritmos.
Por cierto que una noche en el Paseo de Julio despues de un banquete conmemorativo,
Oliverio entra en una de aquellas barberías de dos sillones
y sentándose en uno de ellos dice al barbero:
"¡Pronto, aféiteme la barba!".
Nunca he visto más consternado a un fígaro, pero tampoco lo he visto más digno,
pues se negó a afeitarle y para no ser incorrecto le dijo:
"Si persiste en la idea vuelva mañana".
El preciso momento
Encontrarte.
Mueca del adiós al mirarte
en el presagio de tu origen
Tus ojos en la esencia
que te hace reir
a veces llorar
a veces perdonarte
alguna vez amar,
desafiarte siempre
El momento de inicio del sendero
el momento del abrazo a tu encuentro
a cada paso
el vigor que te anima a honrar
Encontrarte.
Mueca del adiós al mirarte
en el presagio de tu origen
Tus ojos en la esencia
que te hace reir
a veces llorar
a veces perdonarte
alguna vez amar,
desafiarte siempre
El momento de inicio del sendero
el momento del abrazo a tu encuentro
a cada paso
el vigor que te anima a honrar
El lugar del principio, de Enrique Molina
La casa está perdida en un jardín
o un jardín esconde en su garganta el hogar que vivimos,
lenguaje elemental,
laberinto de piedra,
las ramas de los árboles que abrazan
a ese mundo herido en el costado.
A veces el jardín respira y deja ver
esas paredes que alguna vez fueron de luz.
A veces inventan un mundo sin saber
que no se entra jamás,
que hay que permanecer afuera de la Historia.
La casa está perdida en unos ojos que nunca más veré.
La casa está perdida en esa misma casa.
La casa es una pérdida constante
en cualquier jardín.
La casa es un jardín perdido
en el lugar de la memoria.
La Casita tiene jardín, está en Buenos Aires,
podes llegar... yendo derecho
por el camino del arroba
: lacasita.ba@gmail.com
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